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Ambigüedad conceptual de una reforma

22 Abril 2016

Columna de opinión del rector Aldo Valle aparecida en El Mercurio de Santiago.

La reforma a la educación superior es, con todos los problemas que ha tenido, una necesidad fundamental. No es preciso ser un contestatario del modelo para señalar que la mercantilización extrema de la vida social ha llevado a desigualdades y conflictos graves -además de colusiones y componendas- que ponen en peligro las bases culturales y cívicas de la democracia. Por lo mismo, una reforma que reconstruya la función social de la educación es imprescindible, pues esta puede y debe hacer una contribución sustantiva al sentido y valor de las instituciones democráticas.

El curso zigzagueante de la discusión sobre la gratuidad no ha sido positivo en este sentido. Es evidente que sectores conservadores e intereses empresariales -que se sabe son contrarios a la reforma- están haciendo innumerables esfuerzos para diluir su sentido público e instalar una idea de gratuidad favorable a ese propósito. A ello responde el discurso de relevar solo la vulnerabilidad de los estudiantes como oportunidad para convertir al Estado en un mero proveedor financiero de una oferta privada que -se concluye- no debería cumplir con ningún otro estándar propio de fines públicos.

Los académicos, más allá de las diferencias intelectuales o ideológicas que legítimamente debe haber, tenemos que advertir tanto al Gobierno como a los políticos que la universidad debe cumplir ciertas tareas públicas fundamentales, ante las cuales el Estado no debe ser neutral. Sea de carácter público o privado, la universidad debe proponerse necesariamente cultivar el pluralismo intelectual, la diversidad social, así como la libertad de pensamiento y de creación, pues con esta base normativa y conceptual la universidad puede servir al conjunto de la sociedad, y no solo a determinados grupos, sectores o clases sociales.

La propuesta de reforma conocida hasta ahora, si bien contiene aspectos positivos -como una mayor regulación pública-, en sus ideas matrices proyecta y consolida la actual fisonomía de la educación superior chilena. Si lo que se pretende es un financiamiento estatal solo por la vía de fijar un "precio unitario" o arancel regulado por docencia, sin distinguir el carácter y fines de la institución, se transformará al Estado en un mero comprador de servicios docentes.

La reforma, a nuestro juicio, debe garantizar que un conjunto de instituciones, de carácter público o privado, junto con recibir financiamiento estatal asuman responsabilidades en el logro de objetivos de bien común y en la función social que corresponde a todo sistema educativo. En consecuencia, la fórmula que se utilice para distribuir recursos públicos será clave para que los valores del pluralismo, la diversidad, autonomía y provisión mixta sean componentes normativos estructurales de un nuevo sistema. Según las líneas básicas del proyecto conocido, instituciones como la Universidad de Concepción, Federico Santa María, Austral o las Católicas -de histórica contribución a la función pública- serán tratadas de modo equivalente a otras de clara vinculación a intereses empresariales. Con un diseño como el que ha trascendido -paradojalmente- se terminará desfigurando de modo irreversible el sentido de lo público, pero también los propósitos cívicos a que deben servir los recursos económicos del Estado. Ninguna homogeneidad, ni estatal ni mercantil, es conveniente para la construcción de una sociedad democrática, pero si el Estado se reduce a comprar educación a oferentes no diferenciados terminará haciendo lo que no pudo hacer el mercado por sí mismo, tal como ocurrió en el sistema escolar. El futuro de la educación, y con ello, de nuestra democracia, dependen de que esta reforma se proponga metas de una envergadura mayor a la superficial y contingente solución de la coyuntura.

Esta es precisamente una de las definiciones sobre la universidad que la reforma propuesta por el actual gobierno aún no logra aclarar. Lamentablemente, ciertas fuerzas en su interior prefieren la neutralidad o la indiferencia del Estado ante estas funciones públicas de la universidad, y esta es la razón de por qué aún no conocemos el diseño del futuro financiamiento público a las instituciones. No es lo mismo una institución universitaria que un mero prestador eficiente de docencia. No reconocer esta diferencia equivale a desvirtuar sustancialmente la reforma en educación superior.

Aldo Valle Acevedo

Vicepresidente ejecutivo

Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas y rector de la Universidad de Valparaíso