
Aldo Valle: “La comuna es un refugio para la cultura, el único espacio en el que todavía existe la posibilidad de debatir”
El exrector de la UV y actual presidente del Capítulo Valparaíso de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile, adelanta la reflexión que busca generar la jornada “Historia y sueños de Viña del Mar”, que se realizará el próximo miércoles 14 de mayo.
Para el próximo miércoles 14 de mayo, a las 11:30 horas, quedó programada la jornada “Historia y sueños de Viña del Mar”, actividad abierta a todo público que tendrá lugar en el auditorio de la Escuela de Negocios Internacionales de la Universidad de Valparaíso, plantel ubicado en calle Alcalde Prieto Nieto N°452 de esa ciudad.
Se trata del segundo encuentro que el Capítulo Valparaíso de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile organiza con el afán de promover la reflexión ciudadana acerca del devenir de las principales urbes de esta región.
Participarán en ella como expositores el abogado, académico de la Escuela de Derecho y exrector de la Universidad de Valparaíso, Aldo Valle, quien además preside dicho Capítulo; el profesor de Historia del Arte, divulgador y exgerente de la Corporación Cultural de Viña del Mar, Jorge Salomó; el poeta, docente e investigador de la PUCV, Enrique Morales, y la historiadora y miembro de número de la Academia Chilena de la Historia, Ximena Urbina.
“Esta jornada surge de la necesidad de reconocer mejor a esta ciudad, que junto con su vecina Valparaíso —en torno a la cual giró el primer encuentro— se erige como una singularidad en nuestro país, dada su importancia y el alto grado de conocimiento del que goza a nivel nacional e internacional”, adelanta Valle.
Nacido en La Cruz, educado en Quillota y Valparaíso, donde además asentó su quehacer profesional y buscó y asumió más de algún cargo de representación popular, el exrector de la UV vive hace más de veinte años en Viña del Mar. Es a todas luces un transterrado, aunque él no duda a la hora de reconocerse. “En verdad me siento porteño”, asegura.
Quizás por esa particularidad, reflexionar sobre la evolución de las ciudades tiene para Aldo Valle el peso de un examen de conciencia; una práctica que define como necesaria y perentoria, más todavía en la actualidad, dada la tesitura que a ratos alcanzan los diálogos en la esfera pública.
Contra la uniformidad
—En virtud de su título, ¿esta jornada es más bien una evocación, un ejercicio inspirado en la nostalgia, o un acto de imaginación, una invitación a pensar en la Viña del Mar del futuro?
—Diría que responde más bien al entendido de que Viña del Mar, como toda ciudad, tiene una historia que convive con una representación de esa historia. Un imaginario de ella misma que es actual, que es presente, y que gira sobre el tiempo de las personas que la habitan, que viven en ella, pero también de las visiones y los sueños sobre cómo esas mismas personas quieren que su ciudad evolucione o sea. En definitiva, se trata de un ejercicio contra la uniformidad, que es uno de los principales males que padecemos en este tiempo. Dejar que se impongan ciertas miradas, que además tienen una gran capacidad para reproducirse y extenderse, encierra un gran peligro.
—¿Esa imposición obedece a la supremacía que ha alcanzado la forma en que la comunicación y las ideas se propagan a través de los medios y las redes digitales?
—Cuesta anticipar los efectos y las interacciones que pueden generar determinados avances tecnológicos. Nadie puede negar que el desarrollo de las Tic’s ha sido un gran avance, pero tenemos dudas sobre sus efectos en la formación de ciertos hábitos cívicos, de ciertos estándares y comportamientos. Porque dependiendo de cómo estas se emplean, a veces terminan siendo un incentivo a la intolerancia. A veces, parece que se nos olvida que vivimos en comunidad, que tenemos una pertenencia, que como individuos necesitamos a los demás, nos necesitamos, aun cuando podamos tener diferencias irreductibles. De ahí la importancia de generar espacios para deliberar e imaginar, de promover oportunidades para que las personas se encuentren, se miren, hablen y se escuchen, más en momentos en que los diálogos tienen pocas oportunidades de materializarse.
—En otras palabras, ¿incentivar la deliberación intelectual y cultural diferenciada en modo presencial, que como usted ha advertido en otras ocasiones hoy está cada vez más ausente?
—Las personas ya no acuden como antes a los espacios públicos para encontrarse, convivir y dialogar. Ahora todo es más digital. De los asuntos de la polis, al menos en modo presencial, poco se habla. En cierto modo estamos en una suerte de permanente diálogo tácito, en cuanto leemos a otros y escuchamos otras opiniones. Pero eso no ocurre cara a cara, en directo. Esos otros no están frente a nosotros. A través de pantallas o plataformas podemos comunicarnos de manera más ágil y casi en forma instantánea con quienes tenemos afinidades, piensan como nosotros o utilizan nuestro mismo lenguaje, pero en la misma medida en que logramos ese tipo de conexión dejamos de conectarnos en el mundo real, con quienes no son afines ni piensan de manera similar. El espacio público se ve así vaciado, porque es público en la medida en que a él concurren y en él convergen otros distintos; en la medida en que se convive con quienes disienten. Esto es válido para todo. Para la política, para apreciar una obra de arte y, sobre todo, para pensar la ciudad, que es el lugar donde vivimos, donde crecemos o en el que nos educamos y donde unos y otros nos representamos. Y eso, en consecuencia, no me parece a mí que tengamos que dejárselo a las redes o los espacios digitales, que tienden a expandir la propia subjetividad y donde esta se encuentra con otras subjetividades, casi siempre concordantes, en un proceso de autoafirmación constante que se alimenta y surge de muchos mundos privados y, tal vez, de ningún mundo público.
—¿Pensar la ciudad sería, entonces, una acción de resistencia ante la uniformidad, un último baluarte frente al asalto de las llamadas tribus digitales?
—Me parece que para el efecto es mejor hablar de comuna, que es la unidad que puede reproducir en mejores condiciones la idea griega de la polis, el lugar donde se discuten asuntos públicos por representantes o pueden tomarse decisiones incluso consultando a la comunidad. A estas alturas, creo que es evidente que las decisiones que se toman al nivel de un gobierno central son mucho más materia de técnicos, de grandes bases de datos, y menos de intereses de las personas, que cada vez parecen quedar más lejos de los contenidos de las decisiones que adopta ese estamento. Siendo así, me parece a mí que la comuna es un refugio para la cultura, el único espacio en el que todavía existe la posibilidad de debatir, y no necesariamente sobre grandes ideas. Por ejemplo, si queremos tener más o menos áreas verdes o más o menos comercio. Porque cuando tenemos que tomar una decisión por y para los vecinos nos hacemos más empáticos, más cercanos y probablemente se diluyen también los estereotipos, esas subjetividades propias que abrazan con mayor fuerza las tribus digitales y que dividen, alejan y oponen; actitudes que a mi entender no tienen sentido en los espacios locales en los que hacemos la mayor parte de nuestras vidas.
Ni silencio ni monólogo
—El filósofo y escritor Elías Canetti decía que las ciudades comienzan en la mente, aludiendo al hecho de que, para él, las pequeñas comunidades debían preguntarse en algún momento cómo serían cuando fueran grandes. ¿Cree que esta pregunta ha faltado en el caso de Viña del Mar?
—Es evidente que Viña del Mar obedece a la visión de quienes la vieron nacer y la habitaron en sus primeros tiempos. En ese sentido, pienso en el muelle Vergara: lo que se hacía ahí en un comienzo, la conexión que tenía con la compañía de azúcar CRAV, la presencia allí de un ferrocarril interno. También se me viene a la mente todo el desarrollo industrial que la ciudad tuvo durante el siglo XX, que representaba un porcentaje no despreciable del producto interno del país. Esa evolución dejó huellas, que todavía se pueden ver en algunas de sus calles. Con esto quiero decir que Viña del Mar, como toda ciudad, es un continuo de las representaciones de quienes han vivido en ella en diferentes épocas. No es casualidad, por ejemplo, que aún exista una población que se llame Villa Dulce y que partes de su borde costero conserven una fisonomía que alude a su origen: un balneario de fines del siglo XIX. No sé si quienes fueron testigos de su época primigenia pensaron en la futura transformación que tendría esta ciudad. Tal vez lo hicieron. Pero sí me parece que hoy hace falta que nos hagamos esa pegunta: cómo queremos que Viña sea en el futuro.
—¿Y por qué cree que esa pregunta no se hace?
—Siento que hay un silencio, una suerte de autocensura, una sensación de que no parece pertinente hablar del asunto. Pero desde luego, tenemos el derecho a pensar la ciudad, a preguntarnos cómo queremos que sea y a generar los espacios para que cuando se aborde el tema este tampoco surja únicamente de algo así como un monólogo resultante de la repetición de ciertas voces y nada más. Por eso es que la Academia y este Capítulo buscan impulsar este tipo de encuentros, de convocar a la gente, para que quien sienta que tiene algo que decir o aportar lo haga. Para que sienta que tiene un lugar. Y nosotros no queremos que esas opiniones se pierdan, por lo que todo lo expresado en ese diálogo quedará plasmado en un texto, para que posteriormente circule y pueda ser analizado y consultado como un testimonio que sirva a nuevas generaciones; como un insumo para la memoria, toda vez que la identidad tiene una base en la memoria colectiva.
Leyenda y saga
—La diseñadora y escritora Catalina Porzio ha dicho que Viña del Mar, su ciudad, se caracteriza por borrar sus huellas. ¿Comparte su parecer?
—En principio, no me parece adecuado hablar de la ciudad como un sujeto activo, consciente, que deliberadamente quiera borrar sus huellas. Me parece mejor expresar que la ciudad se ha dejado abatir en su historia, ya sea por modas, intereses, oportunidades y, claro, a veces la institucionalidad de los gobiernos locales no tiene la resistencia suficiente para enfrentarse a ciertos fenómenos o situaciones. Tal vez, Viña del Mar sería una ciudad con un mayor encanto si se hubiera buscado una mejor articulación entre su pasado, sus desafíos y sus cambios. Aunque es impensable que una ciudad no experimente cambios, pero esos cambios se pueden experimentar de manera muy torpe o con más sofisticación. Probablemente esto último le ha faltado a Viña, lo que ha hecho que muchas personas la perciban como una ciudad que ha perdido carácter y, por consiguiente, a veces dicen “ahora hay muchas ciudades como Viña del Mar”. Si hubiese habido una articulación más creativa, más ciudadana, con un sentido cívico distinto, con más orgullo… Sí, probablemente hubo algunas décadas en las que los viñamarinos salieron despavoridos, corriendo hacia adelante. No digo hacia el futuro, sino sólo hacia adelante, introduciendo por lo mismo un corte. En ese sentido, Catalina tiene razón cuando dice que Viña del Mar se ha esmerado en borrar sus huellas.
—Una de las tres personas que intervendrán en el encuentro, el profesor de Historia del Arte Jorge Salomó, suele argumentar en un plano diferente, al sostener que lo que acusa la Viña del Mar actual es falta de liderazgo, como el que ejercieron algunos de sus connotados hombres y mujeres y, por cierto, alcaldes como Gustavo Lorca y Juan Andueza, quienes —a su juicio—además de haber tenido una visión de desarrollo de largo plazo para la ciudad eran capaces de aglutinar voluntades y gestionar los cambios necesarios para concretarla. ¿Concuerda?
—Creo que eso es así. Es más, me atrevo a decir que es fácil de percibir, sobre todo cuando uno se remonta a ciertos períodos, en que distintas autoridades, de distinto signo político, respondían a un proyecto que era compartido, tal vez no explícitamente, pero que obedecía a la continuación de una cierta tradición. Pero eso luego se perdió, producto de decisiones tecnocráticas sin control o de ciertas tendencias. La deliberación sobre una ciudad no puede estar enfocada solo en objetivos técnicos ni estar a cargo de técnicos. Las ciudades tienen una sensibilidad, una vocación. En otras palabras, son también una leyenda y tienen una cierta saga, que es muy importante que las autoridades sepan reconocer. O por lo menos identificar e intentar acercarse a ella. De más está decir que, como resultado de esto, en el caso de Viña del Mar se puede apreciar que muchos de sus barrios han evolucionado de manera muy diferente, al punto que algunos dan la impresión de pertenecer a una ciudad distinta, fruto de decisiones urbanísticas que probablemente no conversaron entre sí. Un ejemplo de esto es la división que representa el estero Marga Marga. Hoy se observa una marcada diferencia entre sus dos riberas, mayor que la que existía hace cuarenta años, entre el área del centro de la ciudad y el sector de la Población Vergara. Aunque hay que reconocer que no todo lo que se ha hecho es malo: el hundimiento del ferrocarril sin duda fue una decisión acertada.
—Otro de los contertulios invitado a la cita, el poeta Enrique Morales, es un convencido de que en materia de letras, arte y espacios físicos en general, la capacidad de renovar los procesos creativos, de ampliar la mirada a lo nuevo, incluyendo las tecnologías, es fundamental para no quedar preso de viejas nostalgias. Dicho eso y asumiendo que Viña del Mar no volverá a ser un balneario de fines del siglo XIX ni la ciudad jardín diseñada en la primera mitad del siglo XX, ¿su estado actual puede ser una buena oportunidad para volver a pensarla?
—En efecto, tenemos ese desafío por delante; el de preguntarnos qué podemos hacer en el presente respecto de la evolución que esperamos tenga Viña del Mar y no quedarnos paralizados, como si estuviéramos frente a una determinación de la fatalidad. A veces damos por supuesto que no podemos hacer nada respecto del futuro, de lo que pueda ocurrir, y eso a mí me parece que es una actitud no solo cómoda sino poco desafiante. Nosotros podemos proponer ideas, poner límites o definir ciertos derroteros, entendiendo que no lo podemos hacer desde la rigidez de suponer que las ciudades son obras de la voluntad nomás. ¡No! Las ciudades no son resultado solo de la voluntad. La gracia y el mérito de esto está en cómo convivimos con aquello que está más allá de nuestra voluntad, porque siempre va a ser así, y si somos capaces de adaptarnos de un modo más sagaz, más inteligente y más activo para alcanzar ese objetivo. Y una forma de aportar a eso es hacer público lo que estamos pensando. Hablemos con personas distintas y no dejemos que la ciudad se convierta finalmente en cualquier lugar. Decir “esto no me importa” es admitir que no me importa que la ciudad, el lugar donde vivo, se convierta en cualquier lugar. Eso es lo único que en este tema no está permitido.
Nota: Gonzalo Battocchio / Fotos: Denis Isla